Por Sebastián Adúriz
Antes de que la frase del Eternauta se volviera un mantra en las redes, en LAIA, donde intentamos pensar en lo nuevo todo el tiempo, quisimos, sin proponérnoslo, ver si efectivamente era así. ¿Podía, por ejemplo, Solaris, una película de ciencia ficción rusa de 1972 decirnos algo que nos ayudara a entender los problemas actuales? ¿Habría algo todavía constatable en el fondo de nuestro presente en las representaciones de un mundo sin internet ni algoritmos? ¿Conseguiría lo viejo, efectivamente, funcionar?
Nos dimos, entonces, un mes para ver esta película de Andrei Tarkovsky (afortunadamente subida en alta definición,con subtítulos en castellano,en la página de YouTube de Mosfilm, el insituto cinematográfico ruso), y quedamos en discutirla en la siguiente sesión de cine-debate.
Para quien no conoce la película ni leyó la novela de Stanislav Lem en que está basada, Solaris gira en torno a una suerte de planeta-océano, un gran organismo vivo con el cual los seres humanos han fracasado al intentar establecer contacto. A punto de abandonar la empresa, después de décadas de investigaciones que promovieron todo tipo de teorías sobre la naturaleza del océano, la tierra envía una última misión solitaria a cargo del psicólogo Kris Kelvin para determinar qué sucede en el último enclave humano: una gran base espacial en la que permanecen tres investigadores. Son el astrofísico Gibarian, el cibernauta Snaut y el biólogo Sartorius, que han empezado a dar muestras de comportamientos erráticos. Cuando llega, Kelvin descubre pronto que todo está patas para arriba, en gran medida, porque el océano es capaz de materializar algo así como réplicas de las personas -los visitantes– que están relacionadas con recuerdos y emociones inconscientes.
¿Sueñan los directores soviéticos con los presentes eléctricos?
Nos juntamos, propios e invitados, el sábado 26 de abril en nuestra antigua sede de Colegiales y nos pusimos a conversar un poco de todo.
Primero, de la experiencia misma de ver la película: dura casi tres horas, y su ritmo y espesura narrativa se parece poco a la programación de Netflix. Hubo quien la vio de un tirón, quienes la vieron en tres sentadas, quienes terminaron de verla en la mañana misma del encuentro, y quien no la terminó y pidió, entre risas, que para el próximo encuentro se debatiera Michel y las máquinas.
Inmediatamente después abordamos los contenidos de la película. Pensamos, por ejemplo, en los visitantes que construye el océano como metáforas de los modelos de lenguaje: la familiaridad y la extrañeza que producen, el tipo de intimidad que promueven al costo quizás de cierta perturbación. Discutimos, también en esa línea, qué tanto los investigadores de la base representan posibles tipologías de relacionamiento con ellos: por ejemplo, el científico y racional, el distante que les niega todo rasgo humano, el emocional y antropomorfizante con los consiguientes riesgos de quedar atrapado. Y, cuando la cosa se puso más profunda, hasta nos animamos a pensar con el personaje Snaut si también con la IA buscamos alcanzar metas que tememos, si en el fondo lo que deseamos es más y mejor contacto humano. Aquí el parlamentito sobre el que giró uno de los momentos de la charla.
La experiencia humana del encuentro
Como sea, el encuentro físico entre personas volvió a mostrar su valor. Funcionó, volviendo a la cita del Eternauta. Fuera que discutiéramos la vestimenta de una de las visitantes, la complejidad de las líneas temporales de la película o la función de diez minutos de filmación de las autopistas de Tokio, el viejo intercambio cara a cara nos hizo salir a todos más enriquecidos, con preguntas que no nos habíamos hecho, con nuevos puntos de vista para contemplar. Todos asuntos que en LAIA, con IA o sin ella, nos encanta promover.
Este posteo fue escrito con la ayuda de Calíope, nuestra interfaz de escritura de desarrollo propio, que nos ayuda a escribir pero no escribe por nosotros.